sábado, julio 5, 2025

La pluma y el libro: un cuento queer para el 23 de abril

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Había una vez —porque así empiezan las cosas que no pasaron, pero deberían— un reino tan aburridamente normativo que incluso los cuentos se sabían de memoria. En aquel lugar, los caballeros eran fuertes, las princesas delicadas, y los dragones… bueno, los dragones eran solo pretextos para que los hombres con espada sintieran que hacían algo útil los domingos.

Pero había un chico. Uno que no encajaba.

Se llamaba Jordi. Y sí, era caballero. Pero no de los que entrenaban con espadas al amanecer, ni de los que presumían cicatrices en tabernas llenas de testosterona y meados mal limpiados.

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Jordi coleccionaba plumas.

De pavo real, de flamenco, de cuervo, de avestruz o de su amigo Lluis. Tenía una caja entera en su cuarto, cada una con una etiqueta escrita a mano: “pluma para poemas tristes”, “pluma para escribirle al chico del establo”, “pluma para defenderse del aburrimiento”, «pluma para brillar ante todos».

—¿Para qué sirve eso? —le preguntaban otros escuderos, riéndose entre ellos.

—Para no convertirme en onvre ni incel, como vosotros —respondía Jordi, sin levantar la vista del pergamino.

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Porque Jordi, aunque no era del tipo que empuña una espada, sí sabía usar su pluma. Y eso, aunque el reino aún no lo sabía, era mucho más peligroso.

Un día, apareció el dragón.

No era exactamente como en los cuentos. No quemaba aldeas ni robaba vírgenes. Más bien, se había instalado en una colina y desde allí rugía frases sueltas de poesía, en idiomas olvidados, haciendo que a los caballos les temblaran las patas y a les nobles se les cayeran las pelucas.

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El rey, que no sabía distinguir un haiku de una flatulencia, se asustó muchísimo.

—¡Ese dragón es un peligro para la moral y las buenas costumbres! —gritó en la plaza.

Y como era costumbre, ofreció a su hija en matrimonio a quien matase al monstruo. Lo habitual. Solo que esta vez, la princesa —que se llamaba Lía y era más lesbiana que el lirio— puso los ojos en blanco y se fue a cuidar sus plantas aromáticas.

—No necesito ser rescatada, gracias. Y menos para acabar casada con un héroe sin conversación.

Cuando nadie se atrevía a ir a la colina, Jordi se presentó voluntario. No porque quisiera la mano de Lía (de hecho, ambas se probaban ropa juntas los martes), sino porque tenía una idea.

Subió con su capa bordada con flores silvestres, su cuaderno de cuero y una pluma violeta. Nada de escudos. Nada de espadas. Solo palabras.

Cuando llegó, encontró al dragón dormitando sobre un montón de libros.

—¿Hola? —dijo con suavidad.

El dragón abrió un ojo. Era enorme, cubierto de escamas iridiscentes, con un piercing en el cuerno derecho y la mirada más melancólica que Jordi había visto jamás.

—¿Vienes a matarme o a criticar mi poesía?

—Vengo a hablar. Y quizás… a leer contigo.

El dragón parpadeó. Estaba acostumbrade a los gritos, a las antorchas, a los discursos patriotas. No a los chicos con voz suave que sabían usar correctamente un subjuntivo.

—¿Sabes leer?

—Y escribir —respondió Jordi, sacando su pluma—. Aunque aún no tengo editorial.

Y así comenzó su amistad.

Durante días, compartieron versos, cartas no enviadas, confesiones. El dragón —que se llamaba Amanthé, con tilde en la “e”— había sido expulsade de la academia de magia por escribir erotismo entre magos. Jordi, por su parte, le leía sonetos que había escrito en secreto sobre el panadero del pueblo.

—¿Y por qué los escondes? —preguntó Amanthé.

—Porque aquí solo se celebra lo que encaja. Y yo nunca encajé.

—Pues quizás es hora de no encajar a propósito —dijo el dragón, acariciando con una garra suave la tapa del cuaderno de Jordi.

Mientras tanto, en el reino, crecía la ansiedad.

No porque extrañasen a Jordi (a decir verdad, casi nadie se había dado cuenta de su ausencia), sino porque el dragón no hacía ruido. No rugía. No atacaba. Y eso era muy sospechoso.

—Si no hay violencia, algo traman —dijo el ministro de defensa, ajustándose el corsé.

Así que enviaron un escuadrón.

Treinta caballeros con armaduras brillantes y muchos problemas de autoestima.

Pero cuando llegaron a la colina, lo que encontraron fue algo que nadie esperaba:

Una biblioteca.

Montones de libros apilados. Bancos para sentarse. Rosas creciendo entre los estantes. Ni rastro de sangre. Solo palabras.

Y al fondo, una figura dragónica leyendo en voz alta, mientras un chico con capa de flores anotaba cosas en una libreta.

—¡Eso es brujería! —gritó uno.

—¡Eso es arte! —corrigió Jordi, sin alzar demasiado la voz.

Y como los soldados no sabían qué hacer con eso, se fueron. Porque contra las palabras, las espadas no sirven de mucho.

La biblioteca se llamó La Pluma y el Libro.

No era solo un sitio para leer. Era un refugio para todes les que alguna vez se sintieron un poco fuera del cuento. Allí acudían princesas sin interés en ser rescatadas, dragones con ansiedad social, campesinos maricas que escribían teatro, hadas no binarias que querían montar podcasts.

Y sí, también venían heteros. Pero solo si sabían escuchar sin interrumpir.

La biblioteca creció. Las rosas se multiplicaron. Y cada 23 de abril, en vez de batallas, había lecturas colectivas bajo el cielo abierto.

Las plumas no se usaban para adornar cascos, sino para escribir finales felices (o trágicos, pero elegidos).

Y el dragón, bueno… el dragón aprendió a firmar autógrafos con purpurina.

¿Y el reino?

Bueno, siguió existiendo. Pero cada vez era más difícil ignorar que la gente ya no quería espadas ni castillos ni cuentos donde solo hay un tipo de amor posible.

Incluso el rey, en secreto, pedía prestados libros de poesía. Aunque se aseguraba de devolverlos con otra encuadernación, “por si alguien preguntaba”.

Dicen que, con los años, Jordi y Amanthé viajaron por muchos reinos. Fundaron bibliotecas, reescribieron cuentos, rompieron muchas normas ortográficas. Nunca se casaron. Nunca hicieron falta etiquetas. Solo hubo cariño, risa, complicidad y muchas palabras escritas a medianoche.

Un día, alguien les preguntó:

—¿Vosotres dos sois pareja?

Y el dragón respondió:

—Somos un poema sin título. Y eso nos basta.

🌹 Epílogo

En ese mundo, como en este, los libros pueden ser armas. Pero también pueden ser refugio, espejo, bandera.

Y en cada página escrita con pluma y verdad, florece una rosa.

Aunque nadie la espere.

Aunque no la entiendan.

 

Feliz día del libro. Javier Kiniro.

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Lucía B.T
Lucía B.T
La cultura me salvó de muchas formas. Soy curadora de historias queer y poetisa de madrugadas. Creo que el arte puede sanar, confrontar y liberar. Mi referente es Chavela Vargas, que enseñó a amar sin pedir disculpas.

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