Un lugar que debería ser seguro
En teoría, la escuela debería ser un espacio seguro. Un entorno donde todes —sin importar su orientación sexual, identidad de género o expresión— puedan aprender, crecer y sentirse libres. En la práctica, para muches estudiantes LGTBIQ+, el aula es justo lo contrario: un campo de batalla silencioso donde cada mirada, burla o empujón deja marca.
El acoso escolar por LGTBIQ+fobia no es algo nuevo, pero sigue siendo algo silenciado. En muchos casos, ni siquiera se nombra. Se camufla bajo la etiqueta de “cosas de niñxs” o se minimiza con frases tipo “solo era una broma”. Pero no es broma que adolescentes LGTBIQ+ presenten tasas más altas de ansiedad, depresión o abandono escolar. Y no es anecdótico que muches se lo piensen dos veces antes de ser elles mismes en clase.
Datos que no deberían existir
Según el informe más reciente de la Federación Estatal LGTBI+, 6 de cada 10 menores del colectivo han sufrido acoso escolar relacionado con su identidad u orientación. Eso son muchos pasillos, muchos recreos, muchas aulas que fallan.
Las formas del acoso cambian: insultos, aislamiento, ciberbullying, agresiones físicas. A veces son comentarios del profesorado que refuerzan estereotipos. Otras, miradas cómplices que miran hacia otro lado. Y aunque se han hecho avances legales —como la Ley 4/2023 para la igualdad LGTBIQ+—, el cambio cultural dentro de los centros aún va lento.
No todo el profesorado sabe cómo actuar. No todos los protocolos funcionan. Y no todes les estudiantes se sienten con confianza para denunciar.
¿Cómo se perpetúa el miedo?
Una de las claves está en el silencio. La mayoría de jóvenes LGTBIQ+ que sufren acoso no lo cuentan en casa ni al profesorado. A veces por miedo a no ser creídes, otras por no haber salido del armario. Incluso hay quienes ni siquiera se han nombrado a sí mismes, pero ya reciben violencia por cómo caminan, por su forma de hablar o por tener pluma.
El mensaje es claro: no hace falta “ser” algo para ser castigade por salirse de la norma. Basta con parecerlo. Y eso, en plena adolescencia, cuando la identidad se está construyendo, puede doler el triple.
¿Y el profesorado? ¿Dónde está?
Aquí no se trata de señalar a nadie con el dedo, pero sí de decir lo que pasa. Hay docentes comprometides, sensibles, que dan la cara y transforman su aula en un espacio de libertad. Y hay otres que aún prefieren no meterse, porque “son temas delicados”. El problema es que, al no posicionarse, el sistema sí lo hace: se posiciona del lado de quien agrede.
La formación en diversidad afectivo-sexual y de género sigue siendo opcional en muchas comunidades. Y aunque los protocolos existen, muchas veces se aplican tarde, mal o nunca. ¿Estamos formando al profesorado para gestionar estas realidades? ¿O seguimos pretendiendo que “la educación es neutral”?
¿Qué se puede hacer?
Aunque el panorama pueda parecer desolador, hay pasos concretos que se pueden dar. Y algunos ya se están dando. Aquí van algunos ejemplos que pueden marcar la diferencia:
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Formación obligatoria en diversidad LGTBIQ+ para todo el personal educativo.
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Protocolos de actuación claros y visibles, no solo archivados en un documento.
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Espacios seguros dentro del centro, como grupos de apoyo o tutorías con enfoque inclusivo.
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Incluir referentes LGTBIQ+ en el currículo escolar, no solo durante el mes del Orgullo.
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Implicar a las familias, especialmente en las primeras etapas educativas, para prevenir discursos de odio desde casa.
No hace falta que cada profe sea activista, pero sí que sepa mirar con perspectiva. Porque la neutralidad, cuando se trata de derechos humanos, no es una opción.
Lo que nadie quiere contar
Hay un tema que a menudo se evita: el suicidio adolescente. Los datos duelen, pero también son necesarios. Las personas jóvenes LGTBIQ+ tienen entre 4 y 5 veces más riesgo de intento de suicidio que sus compañeres cishetero. No por su identidad, sino por cómo la sociedad la trata.
El sistema educativo, cuando no actúa, no solo perpetúa el acoso: a veces, también perpetúa el abandono emocional. Y ahí, la diferencia entre intervenir o no puede ser cuestión de vida o muerte.
¿Está funcionando la ley?
Desde la aprobación de la Ley 4/2023, se establecen medidas específicas contra el acoso por LGTBIQ+fobia en el ámbito educativo. La ley dice lo correcto. El papel está bien. Pero la realidad aún no la acompaña del todo.
Muchas comunidades autónomas tienen normativas propias más avanzadas, mientras que otras apenas han comenzado a implementarlas. Esto genera desigualdades que afectan directamente a les alumnes. ¿Qué pasa si vives en una región donde tu identidad no se protege igual? ¿Es justo que tu derecho a no ser agredide dependa del código postal?
Una visión crítica necesaria
También hay voces críticas que señalan los límites de esta estrategia. ¿Sirve de algo llenar los colegios de carteles arcoíris si no se trabaja la inclusión de forma transversal? ¿Hasta qué punto estamos incluyendo a estudiantes no binarios, intersexuales o con identidades menos visibilizadas? ¿No corremos el riesgo de hacer de la diversidad un “tema” más en lugar de una mirada integral que atraviese todo?
Incluso dentro del colectivo, hay debates pendientes sobre qué cuerpos, qué voces y qué experiencias se priorizan en el discurso educativo. La diversidad no es solo una bandera, es un proceso complejo, vivo, incómodo a veces. Y justamente por eso, tan necesario.
Soñar con un aula distinta
Imaginar una escuela sin LGTBIQ+fobia no es una utopía, es un objetivo realista y urgente. Pero no va a llegar sola. Requiere voluntad, recursos, formación y ganas de escuchar. De verdad.
Porque no se trata solo de proteger a quien ya ha sido agredide, sino de prevenir que lo sea. De construir espacios donde cada persona pueda ser quien es, sin miedo. Donde lo raro no sea ser diferente, sino rechazar la diferencia.
Quizás no sepamos aún cómo llegar a ese lugar. Pero saber que no estamos ahí, ya es un buen punto de partida.